Pese a cualquier cosa que pueda despertar la más mínima voluntad para si quiera mover un dedo en el teclado, nada nos inspira más que una melodía con poder. Pareciera que la intención de los sonidos es convivir entre ellos a lo largo de un trayecto temporal, dispuestos para crear una atmósfera que engañe a nuestra mente -de por sí vulnerable- y le haga creer por un instante que cualquier cosa es posible.
Hablo como si los sonidos tuvieran vida propia porque, pese a que hubieron compositores que los tejieron a la medida del sentimiento, éstos los echaron a andar a través del aire, formando frecuencias de la voluntad humana, perfectos impulsos que remueven el alma y hasta le pueden dar una nueva apariencia.
Así es, las personas damos pequeños vuelcos, cambiamos por que los ritmos cambian, por que la música nos engaña, nos vuelve imposibles y entonces logramos creer un poco... en nosotros mismos; ahí se produce un verdadero cambio, imperceptible pero influyente. O al menos, eso es lo que creo mientras escucho Metroland de OMD; por lo que al terminar la canción puede ser que relea todo esto y se me hagan puras tonterías. Pero por respeto a ese momento donde todas esas ideas parecían encajar perfectamente no borraré nada.
Porque a veces lo único que necesitamos es un sonido constante que mueva la mecánica de nuestras vidas, un conjunto armónico que nos inspire a cantar la vida como escribió Octavio Paz: "hasta que el canto eche raíces..."; escuchemos atentos a la música de cada instante, permítanse que los engañe, que los transforme.